¿Quién soy?

Sandra Aravena Rosende. 
La Negra Curiche.
Cuentera y habladora por oficio y aprendiz de la vida.

De niña quería ser azafata, quería volar y viajar por todo el mundo. Luego quiso ser astronauta, para llegar más allá en los lugares por conocer. Más tarde apostó por ser profesora, para volar en el mundo de los aprendizajes y enseñanzas. Pero… ¡NO HIZO NADA DE ESO!. En vez, se hizo cuentera, así puede volar, viajar, aprender, conocer e imaginar sin descanso…

Hoy mi camino es la creatividad, la cuentería y la Arteterapia.

Magíster en Terapia Gestáltica con diplomado en Arteterapias expresivas y Gestión Cultural, de formación trabajadora Social, con formación complementaria en Clown y radiolocutora autodidacta. Comenzó en el camino de la cuentería hacia el año 1999, en el Valle del Aconcagua (Chile).

Estudié Trabajo Social en la Universidad Católica de Valparaíso entre mis 17 y 22 años. Lo que más me emocionaba era aprender a leer a realidad con otros ojos, a comprender que las cosas tenían su razón y lógica. Fui parte del movimiento estudiantil, al que le dediqué varias horas y energías, que le dio sentido a la permanencia y donde encontré nuevos hermanos y hermanas.

El arte venía ya conmigo, era parte de cada uno de mis pasos. Fui profesora de cuentería en la UCV y formamos dos colectivos de estudiantes cuenteros. Trabajé produciendo espacios, uno de ellos, permanente, en el Bar “La Tertulia”, en Valparaíso. Ese lugar fue epicentro de cuentos, y creció como si hubiese necesidad de encontrarse en el fuego de la palabra. Y crecimos todos, quienes contamos y quienes imaginamos…

Trabajé en Radio. Soy radiolocutora autodidacta en busca de espacios para continuar ese maravilloso oficio. Anhelo un programa de cuentos para el mundo, que sea pretexto de magia para los corazones.

Luego, la vorágine… viajes al extranjero, dentro de Chile, norte sur, este, oeste, contar, contar contar… el mundo se tiene que crear de nuevo… y comenzó la aventura, hacer de este trabajo, mi oficio, mi pasión, mi creación, mi sustento, mi sentido en la vida. Y así ha sido. Con el amor en el centro del artificio y con el aprendizaje permanente, que se aprende, se estudia para ser eso que sueño ser: Cuentera, creadora.

Comencé a trabajar en proyectos que me exigían unir las artes con el Trabajo Social. Sin saber me fui armando un acervo de experiencias que vinculaba las artes con el trabajo con personas, para la felicidad y bienestar… la Arteterapia se hizo cuerpo en mí antes de conocerla como disciplina.

Cuando la conocí, me volví a enamorar. Sentí que por fin se unió en mí el amor por el trabajo con personas y las artes. Y estudié y sigo estudiando. Antes un diplomado, luego un magíster en Terapia Gestáltica. Y comienza a hacer sentido todo el trabajo desarrollado: mujeres, estudiantes de escuelas vulnerables, hombres en situación de privación de libertad, personas muy creativas, niños y niñas creadoras, en el territorio, en las universidades, en los parques… todo comienza a calzar, como si de pronto la vida tuviera un motivo más para la rebeldía y la creación.

Cual gitana de los caminos, hoy vivo en Santiago. Una metrópolis grande y voraginosa. Extraño Valparaíso con su romanticismo, pero Santiago me enamora con sus enormes posibilidades de encontrarme en ella, desde lo más profundo de la escencia. Sigo recorriendo las calles como si nunca las hubiera caminado, y aquellas que aún no conozco, espero que las aventuras creativas me lleven a andar, porque así nos vamos hermanando.

Mi historia, mi cuento

Recuerdo una vez, en Buenos Aires, Argentina, estaba contando cuentos en un colegio, con niños y niñas de unos 7 años. Apenas subí al escenario del teatro del establecimiento, un niño me preguntó por qué mi acento era tan raro… “¿Conoces la Cordillera de Los Andes? Yo vengo del otro lado, la subes por acá, la bajas por allá y de ahí vengo, de Chile… Nací en medio del desierto más árido del mundo…”.

Su expresión cambió: asombro, incredulidad, o definitivamente algo no le cuadraba. Entonces expliqué “…es que en el medio del desierto hay pueblos. Son pequeños, y en uno de esos, El Salvador, nací…”. Vi su gesto de tranquilidad y relajo. Pude ver que se imaginó a mi madre, Flor Roxana, pariéndome en la arena, con calor, sudando, y yo ahí, tirada en medio de la nada, o mas bien, de la pampa nortina.

Nacer en el desierto es un arte. Porque es como nacer en el medio de la creación misma de la Pacha Mama, la Mamá Grande, la Tierra. Vivir los primeros años de vida en ese entorno significa conocer otros colores, olores, sonidos. Es reconocer en las montañas el fucsia, celeste, morado, lila, anaranjado, ocre, amarillo, el celeste del cielo es diferente, y el viento suena como si no existiera nada más grande en todo el mundo.

Subí cerros, conocí lagartijas, pájaros, arañas. Tomé jugo de naranja después de salir a recorrer la pampa en mi bicicleta morada con cintas plásticas de muchos colores colgando del manubrio. Conocí la tranquilidad del alma. Conocí a los últimos Coyas autóctonos y los vi sentados en la plaza y fuera del único Banco de pueblo pidiendo monedas. En la Escuela Oscar Yánez Pastén (E-14) me lo contaron todo sobre ellos, y me refugié en ese saber.

9 años fue el tiempo en que estuve ahí. Ser niña del desierto es una maravilla. Pero ser niña de desierto y ser desterrada a nuevos parajes, esta vez precordilleranos en el centro de Chile, donde nevaba varios meses del año, es quizás una maravilla más revoltosa. Desde la ciudad de Los Andes hacia Argentina viví. Jugué con la nieve y el sonido del viento ya no era el mismo, pues ahora lo que sonaba cuando él soplaba, eran los árboles y sus hojas. Y los zorros se asomaban al pueblito, y los pumas eran una leyenda que nunca vi, los cóndores se asomaban como para saludarnos y decirnos lo majestuosos que son. Y el verde era más verde, y las flores se asomaban -ya no como fenómeno extraño en medio del desierto- por montones, por doquier, con fragancias y travesuras.

Ahí conocí el arte. La poesía, la música, el teatro, la danza, el cuerpo, los movimientos. Los Andes me mostró, con su gente y sus trabajadores y trabajadoras, que había un mundo entero y nuevo por construir. Me enamoré muchas veces con locura y sufrí mis primeros dolores de corazón. Fui deportista y forjé una curiosidad implacable, me ocupé de mirar al mundo y quería ser vista por él. Una especie de rebeldía comenzó a nacer, crecer, agigantarse dentro de mí. Algo en el mundo me dolía como una serpiente estrangulada, como un elefante moribundo, como un manto pesado… encontré hermanos y hermanas de camino.

Seguía escribiendo poesía, seguía creando narrativa, seguía buscando el espacio donde ser plena.

Mi juventud fue hermosa. Sabía que era la “negra curiche” cuando comencé a contar cuentos, a mis 16 años. La primera vez fue como si el mundo se hubiese abierto con nuevos colores, entradas, salidas, fugas, posibilidades, magia y locura. La palabra, la imagen, el cuerpo, la voz, el escenario, la complejidad del acto creativo, las melodías del canto contado…

Cada cuento es un viaje que comienza pero no termina, porque parece que se asienta dentro del cuerpo y va dejando mensajes, llaves, luces, caminos que se trazan a lo largo de la vida.

Cada cuento es como un misterio tan humano y divino a la vez.