Recuerdo una vez, en Buenos Aires, Argentina, estaba contando cuentos en un colegio, con niños y niñas de unos 7 años. Apenas subí al escenario del teatro del establecimiento, un niño me preguntó por qué mi acento era tan raro… “¿Conoces la Cordillera de Los Andes? Yo vengo del otro lado, la subes por acá, la bajas por allá y de ahí vengo, de Chile… Nací en medio del desierto más árido del mundo…”.
Su expresión cambió: asombro, incredulidad, o definitivamente algo no le cuadraba. Entonces expliqué “…es que en el medio del desierto hay pueblos. Son pequeños, y en uno de esos, El Salvador, nací…”. Vi su gesto de tranquilidad y relajo. Pude ver que se imaginó a mi madre, Flor Roxana, pariéndome en la arena, con calor, sudando, y yo ahí, tirada en medio de la nada, o mas bien, de la pampa nortina.
Nacer en el desierto es un arte. Porque es como nacer en el medio de la creación misma de la Pacha Mama, la Mamá Grande, la Tierra. Vivir los primeros años de vida en ese entorno significa conocer otros colores, olores, sonidos. Es reconocer en las montañas el fucsia, celeste, morado, lila, anaranjado, ocre, amarillo, el celeste del cielo es diferente, y el viento suena como si no existiera nada más grande en todo el mundo.
Subí cerros, conocí lagartijas, pájaros, arañas. Tomé jugo de naranja después de salir a recorrer la pampa en mi bicicleta morada con cintas plásticas de muchos colores colgando del manubrio. Conocí la tranquilidad del alma. Conocí a los últimos Coyas autóctonos y los vi sentados en la plaza y fuera del único Banco de pueblo pidiendo monedas. En la Escuela Oscar Yánez Pastén (E-14) me lo contaron todo sobre ellos, y me refugié en ese saber.
9 años fue el tiempo en que estuve ahí. Ser niña del desierto es una maravilla. Pero ser niña de desierto y ser desterrada a nuevos parajes, esta vez precordilleranos en el centro de Chile, donde nevaba varios meses del año, es quizás una maravilla más revoltosa. Desde la ciudad de Los Andes hacia Argentina viví. Jugué con la nieve y el sonido del viento ya no era el mismo, pues ahora lo que sonaba cuando él soplaba, eran los árboles y sus hojas. Y los zorros se asomaban al pueblito, y los pumas eran una leyenda que nunca vi, los cóndores se asomaban como para saludarnos y decirnos lo majestuosos que son. Y el verde era más verde, y las flores se asomaban -ya no como fenómeno extraño en medio del desierto- por montones, por doquier, con fragancias y travesuras.
Ahí conocí el arte. La poesía, la música, el teatro, la danza, el cuerpo, los movimientos. Los Andes me mostró, con su gente y sus trabajadores y trabajadoras, que había un mundo entero y nuevo por construir. Me enamoré muchas veces con locura y sufrí mis primeros dolores de corazón. Fui deportista y forjé una curiosidad implacable, me ocupé de mirar al mundo y quería ser vista por él. Una especie de rebeldía comenzó a nacer, crecer, agigantarse dentro de mí. Algo en el mundo me dolía como una serpiente estrangulada, como un elefante moribundo, como un manto pesado… encontré hermanos y hermanas de camino.
Seguía escribiendo poesía, seguía creando narrativa, seguía buscando el espacio donde ser plena.
Mi juventud fue hermosa. Sabía que era la “negra curiche” cuando comencé a contar cuentos, a mis 16 años. La primera vez fue como si el mundo se hubiese abierto con nuevos colores, entradas, salidas, fugas, posibilidades, magia y locura. La palabra, la imagen, el cuerpo, la voz, el escenario, la complejidad del acto creativo, las melodías del canto contado…
Cada cuento es un viaje que comienza pero no termina, porque parece que se asienta dentro del cuerpo y va dejando mensajes, llaves, luces, caminos que se trazan a lo largo de la vida.
Cada cuento es como un misterio tan humano y divino a la vez.